Las conozco, las horribles, las tejedoras envueltas en pelusas, en colores que crecen de las manos del hilo al cuajo tembloroso moviéndose en la red de dedos ávidos. Hijas de la siesta, pálidas babosas escondidas del sol, en cada patio con tinajas crece su veneno y su paciencia, en las terrazas al anochecer, en las veredas de los barrios, en el espacio sucio de bocinas y lamentos de la radio, en cada hueco donde el tiempo sea un pulóver. Teje, mujer verde, mujer húmeda, teje, teje, amontona materias putrescibles sobre tu falda de donde brotaron tus hijos, esa lenta manera de vida, ese aceite de oficinas y universidades, esa pasión de domingo a la tarde en las tribunas. Sé que tejen de noche, a horas secretas, se levantan del sueño y tejen en silencio, en la tiniebla; he parado en hoteles donde cada pieza a oscuras era una tejedora, una manga gris o blanca saliendo debajo de la puerta; y tejen en los bancos, detrás de los cristales empañados, en las letrinas tejen, y en los fríos lechos...